jueves, 19 de febrero de 2009




Nuevamente bajó con barro y troncos el río Tartagal y esta vez se llevó o anegó un tercio de la ciudad, y el gobierno salteño –desde hace 22 años, el PJ- dice que no es culpa de los desmontes que vive autorizando a cuatro manos: ¿será entonces de los tartagaleños, que vienen a construir una urbe justo donde pasa el barro? El gobierno nacional, también del PJ, estuvo "pisando la pelota" de la ley de bosques durante dos años para que no se reglamentara y aplicara, pero criticó severamente los desmontes. Que vive posibilitando.

El río Tartagal es el menos culpable: antes no hacía estas cosas. Típico torrente de montaña, tiene ondas de crecida bruscas cuando llueve en la alta cuenca. Pero la diferencia entre el “siempre” y el “ahora” es doble: en la última década y media se estuvieron haciendo talas ilegales en laderas altas, que tienen relictos de yunga (selva subtropical de altura). Aunque ahí arriba, en las divisorias de aguas, la masa forestal degradada por la pérdida de los árboles más altos del dosel resiste como puede, las picadas por las que se extraen los troncos (a tractor o con bueyes) se transforman en ríos turbulentos con la primer lluvia severa.

A eso hay que añadir que aguas abajo, en los terrenos planos con monte, éste es pasado por la topadora para sembrar soja. Para el dueño es casi una operación inmobiliaria: cuando deja de ser “campo bruto” (en la particular visión de la culta burguesía local), el valor de la hectárea sube un 50%. Por último aparecen fondos de capitales a veces ni siquiera radicados en el país ni dedicados a la agricultura, con algún teléfono en la city porteña, que se alzan con 50 o 60.000 hectáreas de un saque, las “desembrutecen” a topadora, y luego ven qué hacen. El ordenamiento territorial ya no se decide ni siquiera en la capital salteña (donde sólo se ponen sellos de “aprobado”), sino en los mercados de commodities de Chicago y Shanghai. Donde cuánta gente muera o pierda su casa en Tartagal no es siquiera un dato.

Es elemental que, al no estar sujeta por raíces profundas, la tierra en pendiente se lava, en un proceso erosivo no muy lento de su capa fértil, proceso que se vuelve furibundo cuando las lluvias son bravas. En esas ocasiones, el terreno, que antes absorbía agua como una esponja y lo liberaba lentamente, resulta impermeable y el agua llovida baja a pleno caudal por las quebradas con enorme energía cinética: arrastra lodo y piedras, y arranca árboles. Fue un “mix” de todo eso lo que arrancó de sus pilares un robusto puente ferroviario de vigas de acero que estuvo allí casi todo el siglo XX, lo enclavó aguas abajo, lo rellenó de materiales de arrastre hasta volverlo un dique sólido, e inundó la ciudad.

GRAN DESMONTADOR, GRAN ARBUSTIZADOR

Si se le da tiempo, el gobernador Juan Manuel Urtubey le ganará a su antecesor Juan Carlos Romero el título de Gran Desmontador: cuando en diciembre de 2008 la legislatura salteña aprobó localmente la nueva ley de ordenamiento territorial, presentó un mapa en el que se autorizaba la tala de 1 millón de hectáreas adicional. Urtubey desautorizó el mapa –con lo que la ley es inaplicable- y entre tanto prepara otro con entre 1,8 y 2,5 millones de hectáreas, mientras sus legisladores ya hablan de 5 millones. Incluso en su versión más benigna, ésta es una ley permisiva: si antes el límite de pendiente para cultivar era del 10%, el nuevo texto autoriza hacerlo en el 15%, es decir en plena serranía. Por tropelías menores ya hubo aludes en Orán y Vespucio, ciudades que nunca los tuvieron. Noemí Cruz, coordinadora de Greenpeace en el NOA, menciona que Facundo Urtubey, hermano del gobernador, tiene una empresa de desmontes. Bueno, nadie dice que sólo se deba ganar plata en Shanghai.

Cuando el PJ más ranciamente conservador del país, el salteño, autoriza desmontes, suele ampararse en que condena a bosques de poco valor biológico, bastante degradados en su biodiversidad. Por supuesto, tiene razón: degradados en primer lugar, por un siglo y monedas de tala selectiva de los mejores árboles y luego por la invasión de ganado en los claros que liquidó los renovales, y también el pastizal. Puede añadirse, como nota al pie, que la mayor parte de estos daños sucedió últimamente, durante los 22 años de administración del PJ, cuando la soja entró a la región por el este, su sector más húmedo, y se fue corriendo hacia el oeste semiárido sin más límite que el costo del flete en camión para salir al mundo por el río Paraná.

El Chaco es un ecosistema menos perdonavidas que la Pampa Húmeda, cuando se mete la pata con la receta agropecuaria, y la tierra se vuelve más vengativa de los desmanejos cuanto más occidental y larga estación seca. Si se la deja sin cobertura vegetal y sin celulosa en el suelo la mayor parte del año, que es el caso con la soja monocultivada, la estación lluviosa destruye la capa fértil expuesta a la intemperie. Y cuando bajan los rindes y se abandona la tierra hecha un peladal, sobreviene la arbustización.

Es lo que ya sucedió durante el siglo anterior debido a dos causas enteramente ajenas a la soja: la sobretala y el sobrepastoreo. Ante la falta de incendios espontáneos de pastizal que quemen los arbustos leguminosos pinchudos (talas, churquis, vinales, espinillos), o de grandes árboles que les ocupen la tierra, el arbustal –antes una nota al pie en el inventario vegetal del paisaje- pasa al frente e invade todo, y forma el equivalente botánico del alambrado de púas. Gracias a la vista gorda –y a veces francamente idiota- de gobernadores, presidentes y legisladores, la Argentina hoy tiene el récord mundial de tierras arbustizadas: 60 millones de hectáreas según el Dr. Enrique Bucher, de la Universidad de Córdoba. Es como sumar Holanda y Bélgica.

Como la economía arbustizada pasa de la vaca y el quebracho, que algo dejan, al chivo y la fabricación de carbón, que no dan un mango y perpetúan el daño, el paisaje humano también se deteriora: la juventud, desesperada por la improductividad de su pago, huye a las villamiserias. Detrás deja un infierno y adelante le espera otro peor.

Sin embargo, aún el peor y más envilecido arbustal, y máxime en pendiente, rinde un servicio ecológico a quienes viven y cultivan algo más abajo: impide la erosión lenta e insidiosa, y también la rápida y catastrófica. Hasta que lo arrancan.

DE TODO SE VUELVE… SI SE QUIERE

La tierra arbustizada es recuperable. En el NOA hay algunos líderes comunitarios con tierras, abolengo y además currículum, en lugar de prontuario, y uno de ellos ha sido el Dr. Carlos Saravia, de la Fundación Salta para el Desarrollo del Chaco, que junto con el mencionado Bucher y el Dr. José María Chani, de la Fundación Enrique Lillo de Tucumán, armó un plan de manejo exitoso en las 10.000 hectáreas de la Estación Biológica Los Colorados. Los tres tuvieron tanto éxito que en 1989 el asunto fue publicado como “leading case” por el semanario científico inglés New Scientist.

El sistema es ingenioso, porque usa lo que hay en el terreno, sin un centavo de insumos externos y no requiere de inversiones sino de mera voluntad política. Se parte de cercar los peladales donde antes había pasto durante dos o tres años, para que el banco natural de semillas enterrado en el suelo desnudo eclosione y retapice el lugar. Luego ese pastizal recuperado se deja pastar en ciclos de ocho meses con cuatro de descanso en lo peor de la estación seca (el Chaco es de clima muy monzónico), mientras para compensar el bajo valor calórico del pasto y tener un “plan B” en caso de sequía se acopian las vainas o chauchas llenas de proteína y grasa del arbustal (eso es obligar al enemigo a trabajar contra sí mismo).

Pero el cercado no sólo permite la rápida regeneración del pastizal, sino también la mucho más lenta del bosque. La especie de bandera del mismo, la más valiosa en aplicaciones estructurales por su increíble dureza y resistencia a la putrefacción, el quebracho colorado (Schinopsis quebracho), tarda entre 50 y 80 años en crecer, da semillas sólo 3 veces por década; y tras siglo y medio de paliza casi no queda, Lo poco de quebracho colorado que crece aún y se salva de vacas y chivos es transformado en carbón no bien alcanza talla de arbusto, lo que equivale a comerse como hamburguesas un toro gran campeón de La Rural.

El cercado estricto permitió que el quebrachal volviera a formarse en Los Colorados, como base de regreso del monumental bosque original que en la década de 1930 le valió a la desolación de Santiago del Estero el título (hoy increíble) de “El país de la selva”, un libro de Ricardo Rojas casi inevitable en la vieja escuela primaria pública argentina de los años ’60. Al quebrachal se lo puede talar cada 50 años en forma selectiva, habiendo asegurado su reproducción, y se dejan para carbón los árboles de fuste más torcido (y de genética inferior), con un corte cada 20 años.

El modelo de paisaje chaqueño original, con islas de bosque alternado con pastizales que emerge en Los Colorados vale no sólo porque permite una ganadería y una actividad maderera cautelosas, "gasoleras", que fijan población juvenil. Vale porque además da las bases biológicas para utilizar la fauna de modo sustentable con la cría de lagartos overos (de cueros muy caros), además de la caza y el ecoturismo. Y éste es el único momento en el que estado pone plata: para pasear gringos, hay que educar a la población. Asunto difícil, cuando los gobiernos conservadores del NOA tienen históricamente el mismo entusiasmo por la educación popular que los patos por la munición. Y por lo mismo.

En un país como la Argentina, cuyo tercer renglón de exportación es vender paisajes intactos, los 1,6 millones de hectáreas de llanura chaqueña son hasta ahora la gran Cenicienta impresentable, por la arbustización y la pobreza y descalabro social y humano que la acompañan. “Vos dame un modelo de explotación sustentable del ecosistema chaqueño, que pueda seguir en pie de aquí a un siglo, y nos sentamos a conversar. Pero lo que sucede ahora es de terror”, dice el ecólogo Jorge Adámoli, de la Universidad de Buenos Aires, consultor internacional que a diferencia de las ONG como Greenpeace, es conocido por sus posiciones industrialistas y productivistas.

Como modelo de manejo, Los Colorados tiene una rentabilidad lenta, y cuando la alcanza resulta menos rumboso que talar y plantar soja. Pero cuesta menos cuando uno toma las externalidades del segundo modelo: pérdida insidiosa y/o brutal de la capa fértil, deslaves, destrucción de ciudades e infraestructura, expulsión de jóvenes (la nueva agricultura ultramecanizada casi no produce trabajo), y finalmente, el peor destino final: la aridez en el peor caso, la arbustización en el menos peor.

Ahora que a la luz de la seca histórica de 2008/9 los climatólogos hablan de que el cambio climático nos prepara un ciclo de disminución de precipitaciones, luego de treinta años inusualmente húmedos, se da la posibilidad de que los capitales golondrina que se instalaron “para sojear” se vayan al demonio tras dos o tres cosechas malas, y libren la tierra desmontada inútilmente a un recrudecimiento de arbustal.

Por ahora, lo que suceda en Los Colorados al mix de caciques de partido, gobernadores de topadora, presidentas distraídas y operadores chinos les interesa tanto como lo que sucedió y volverá a suceder en Tartagal. Detrás de la tragedia humana hay un problema ecológico que es, en el fondo, político.


Daniel E. Arias



CÓMO LIGAR GRATIS UN RÍO Y TRES REPRESAS.

DANIEL ARIAS

Una medida de la que no habla nadie podría ahorrar, gratis para el estado, tanta electricidad como la que producen las represas Nihuil I, II y III sobre el Atuel.

La bruta disparada del precio de la electricidad quizás obligue a cierta Argentina que vive en las nubes a derrocharla menos, pero no nos sacará de vivir al borde del apagón. La recesión importada que Wall Street nos obsequió generosamente (a nosotros y al resto del planeta) quizás baje la demanda eléctrica argentina, pero es de cajón que también va a frenar la construcción de nuevas centrales. Y seguiremos en el horno. Pero una medida de la que no habla nadie, y que al estado no le haría gastar un centavo, podría producir un excedente eléctrico anual equivalente al lo que entregan las represas Nihuil I, II y III sobre el Atuel, un impetuoso río mendocino de montaña.

Bastaría un decreto de CK que imponga el control por parte del INTI (Instituto Nacional de Tecnología Industrial) de los sistemas de “stand-by” de electrodomésticos y equipos de oficina. Por su mal diseño, casi todos los que se ven en la Argentina despilfarran electricidad de un modo increíble.

El argentino de clase media tiene en su casa varios electrodomésticos de esos que se “apagan y sólo queda prendida una luz roja testigo”, o eso le dijeron, je, je. El nombre de ese sistema es “stand-by”, o “apagado en espera”, y asegura un prendido instantáneo a toque de botón. Ya hay TVs que sólo se pueden apagar de modo real desenchufándolas, porque para ahorro del fabricante, carecen de botón de apagado, y sólo las podés dejar en stand-by.

Por reglas comunitarias muy sensatas, un electrodoméstico en Europa sólo puede consumir 1 kilovatio por hora en stand-by, pero en la Argentina, aunque no lo creas, el estado jamás reguló nada al respecto. Y el resultado son, por ejemplo, algunos minicomponentes chinos que consumen 36 kilovatios/hora prendidos… y 30 apagados. Nunca la apalabra “apagado” mintió tanto. Es un cuento chino.

Mientras el argentino tipo y su esposa laburan duramente (entre otras cosas, para pagar las nuevas tarifas eléctricas) y en tanto los chicos están en el colegio, en la casa vacía hay computadoras, televisores, equipos de audio, DVDs, horno a microondas y otros aparatos presuntamente apagados. Pero caramba, resulta que no estaban tan apagados, y generan un gasto de electricidad increíble. Y al cuete. ¿De cuánto?

Mirá, el Instituto Catalán de Energía calcula que la familia barcelonesa promedio, que vive en un departamento de 90 metros cuadrados, incluso con esos electrodomésticos tan ahorrativos que impone la legislación europea, gasta en “modo de espera” el 4% de su consumo eléctrico total.

Aquí es todo bastante peor, y el consumo de un aparato “apagado en espera” durante 22 horas puede llegar a ser mucho mayor que el de ese mismo equipo las 2 o 3 horas en que está efectivamente prendido. Tal cual.

El departamento tipo del argentino tipo, con un televisor CTR, una video, un decodificador, un audio a minicomponentes, una computadora con monitor de 17 pulgadas y una impresora, todos ellos puestos “en espera” y sin ser usados, puede gastar la friolera de 570 kilovatios/hora anuales sólo en prender esas lucecitas rojas que dicen “aquí estoy”, y calentar inútilmente sus carcasas, y el aire encima de sus carcasas. Estamos hablando de 47,5 kilovatios/hora por mes, ¿sí?

Para entender el impacto del dato sobre tu vida práctica, si tenés un heladera con freezer y un par de aires acondicionados y venías gastando muy tranquilo unos 952,5 kilovatios/hora por mes, el maldito “stand-by” de la tele, el deco, la video, la compu y la impresora hoy te hace pasar arriba de la cifra mágica de 1000 por mes, y Edenor, Edesur o quien sea te hacen puré con las tarifas.

Una oficina muy precaria, una verdadera porquería de oficina, con apenas dos computadoras, dos monitores, una impresora y un plotter, puede gastar casi 320 kilovatios/hora por año en “stand” by, sin siquiera trabajar. Bueno, la recesión global está logrando que muchas oficinas así no trabajen en absoluto. Pero es interesante que paradas y todo sigan recaudando para Edenor, Edesur y quien sea.

A la hora de las cuentas, medio millón de casas y medio millón de oficinas chicas como la descripta gastan en “stand by” casi 890 mil megavatios/hora por año. Que, agarrate Catalina, viene a ser toda la producción anual de las centrales hidroeléctricas mendocinas Nihuil I, II y III, sobre el mencionado río Atuel.

Por supuesto, tenemos mucho más de un millón de casas y oficinas gastando electricidad inútilmente “en espera”, y sin siquiera saberlo sus dueños, y sin que el estado se entere.

Dicho de otro modo, habría que examinar con más seriedad el programa de ahorro de energía y discriminar el trigo de la (perdón por el doble significado) paja. Es una imbecilidad brillante poner al país durante la temporada cálida en el uso horario de las islas Azores, como si la Argentina estuviera en el medio del Atlántico. Como ya sucedió en el pasado, ir tan a contramano de los ritmos circadianos naturales en algunas provincias cordilleranas y patagónicas que caen dentro del huso horario de Chile, va a generar mayor consumo y además problemas de tipo biomédico en la población. Y eso porque no se puede vivir tan a contramano del reloj biológico humano, que está “seteado” por el sol. Y tanto se sabe esto que ya varias provincias del oeste, centro y sur se han rebelado, y tenemos al país en división horaria, otra idiotez.

Sería bárbaro, en cambio, apagar de noche las luces de los edificios públicos y la cartelería publicitaria. Sería estupendo evitar el football nocturno, y ni hablemos de regular el alumbrado público municipal, de modo que las luminarias iluminen el suelo, hacia abajo, y no las nubes o la humedad troposférica, al cuete. Sería lindo volver a ver las estrellas de noche, en lugar de verlas cuando llega la cuenta de la luz.

Está muy bien distribuir lámparas de bajo consumo domiciliario. Es genial prohibir la venta de las viejas lámparas de filamento de tungsteno incandescente, una tecnología prodigiosamente ineficiente que Thomas Alva Edison inventó hace más de 130 años, y que transforma la electricidad básicamente en luz infrarroja, o radiación térmica, totalmente inútil a los fines de iluminación, más un pequeño plus de luz visible, que es lo que usamos. Eso está bárbaro, vamos CK todavía.

Y aunque vos, lector, me odies, está bien que la electricidad salga cara. Porque particularmente aquí en la Argentina, se genera con gas que se nos acabó y petróleo que estamos importando, a un precio económico y ecológico muy alto que hasta hoy se escamoteaban por arte de subsidio, pero siempre llega el día en que estos costos ya no se los puede ocultar más. Y los tarifazos.

Pero dentro de lo poco espectacular aunque redituable a largo plazo, a la presidenta CK le alcanzaría sencillamente con decretar que el INTI certifique que los aparatos domésticos y de oficina autorizados a venderse en la Argentina tengan un consumo en stand-by que no exceda el permitido según normas europeas.

Dicho de otro modo: si excedés el 4% en stand-by, llevate tu equipo y a llorar a Beijing, o la capital sudasiática que corresponda. Y no me importa si el equipo se armó aquí, en una de esas maquiladoras patagónicas donde el valor agregado local consiste en pegarle a un aparato extranjero la estampilla que dice “Made in Argentina”. Fuera con él. Aquí no se vende. Normas europeas, y a otra cosa.

Ningún gobierno debería pestañear siquiera para imponer una medida tan ínfima, contra la que casi nadie va a protestar, y si lo hace, estará solamente gastando energía suya, no nuestra, porque ¿quién lo va a escuchar? Una medida tan chiquita como ponerle el gancho a un decreto, pero a la larga, tan buena para todo el país.

Es que hoy en día, muy a diferencia de cuando yo era chico, los electrodomésticos rara vez duran una década. Se los reemplaza mucho antes, entre otras cosas, porque están deliberadamente diseñados para romperse rápido. Y los equipos de oficina tienen una obsolesencia aún más rápida.

De modo que si la presidenta CK lee mi artículo y por una vez decide hacerme caso –no lo hace jamás-, el ahorro de consumo obtenido, a medida que los aparatos derrochones vayan siendo reemplazados por otros ahorrativos, equivaldría a que a la Argentina le regalaran cada dos o tres años todo un río como el Atuel, con sus tres diques construídos, sus embalses llenos, sus centrales hidroeléctricas funcionando, y las líneas de alta tensión ya tendidas y distribuyendo corriente por todo el país. Ah, y sin deberle por ello un gomán al Banco Mundial, sus consultoras y sus empresas de ingeniería.

Pucha, no sería un mal regalo.


Daniel E. Arias





Quiero subrayar la ignorancia vertiginosa que trasuntan las declaraciones del ministro de Justicia argentino, Alberto Fernández, según el cual la mancha verdiblanca que surgió en el río Uruguay, justo frente a la planta de la pastera Botnia, “son sólo algas”. Justamente, el problema son las algas. Es facilísimo pudrir un río con algas. Y máxime uno como el Uruguay en su curso inferior. Lo único que se necesita es fertilizarlo un poco con nitratos, fosfatos y materia orgánica, que la pastera de marras inyecta al agua en dosis muy superiores a las de cualquier ciudad ribereña.

Las pasteras son fábricas de enorme complejidad, que pueden emitir una cantidad y diversidad apabullante de efluentes contaminantes, tanto gaseosos como líquidos, algunos verdaderamente temibles incluso en cantidades muy pequeñas. No es forzoso que las pasteras deban contaminar: pueden hacerlo mucho, poco, poquito o casi nada, de acuerdo a cuánta plata quieran patinarse los accionistas en mitigación de impacto sobre el medio ambiente.

En su movilización, la gente de Gualeguaychú ha puesto en la mira algunos ecotóxicos perfectos, los que resultan terribles incluso en cantidades muy pequeñas, como las dioxinas, cancerígenos de altísima persistencia en el medio ambiente. Pero por ahora –de creerle al doctor Enrique Martínez, del INTI, un tipo de credenciales impecables a cargo de una institución científicamente confiable- Botnia no está por matar a nadie con las dioxinas. O con los furanos. Con los malos olores, está enfermando a algunos.

Lo que el episodio de las algas verdes muestra, sin embargo, es que sí puede matar un buen tramo de río con una explosión de algas en el agua… si se la deja. Aparentemente Fernández no tiene nada contra las algas, lo que sin duda los finlandeses tomarán como un guiño para ocasionar nuevas manchas en el río sin mayor temor a la justicia argentina. Seguramente con eso ahorran bastante plata en tratamiento de efluentes.

El asunto es bastante sencillo: para transformar un árbol en pasta de papel, hay que sacarle toda la celulosa que se pueda y desechar el resto, una verdadera parva de materia orgánica cuyo componente más abundante es la lignina. Ese efluente es –si se le quitan algunos ecotóxicos- un abono orgánico ideal: tiene montones de carbono, y cantidades excelentes de nitratos y fosfatos. Si el Uruguay es –todavía- un río de aguas relativamente claras, “un cielo azul que se mueve”, en lugar de un río verde y lleno de algas, o marrón negro debido a las bacterias y con olor a cadaver, es porque naturalmente tiene una carga muy baja tanto de carbono orgánico como de nitratos y fosfatos.

No podría ser de otro modo: en su curso alto y medio, el Uruguay es, más que un río de llanura, el mayor río de montaña del mundo: entre Yapeyú y Salto Grande tiene más de 160 cataratas y “correderas” (es decir, rápidos), lo que quiere decir dos cosas: primero, que fluye sobre un lecho de roca estéril, que le aporta muy pocos minerales y materia orgánica, lo que es un cuello de botella enorme para el crecimiento de algas, sean unicelulares o más complejas. Segundo, que con tanta mezcla violenta con el aire, el agua está muy oxigenada. Por lo primero, el río no tiene mayor alimento para bacterias aeróbicas que descompongan las algas muertas. Por lo segundo, su alto contenido de oxígeno resulta un medio intolerable para las bacterias anaeróbicas.

Ahora Ud. acaba de entender por qué éste es un río tan lindo.

La enorme cantidad de saltos y correderas limitó también la navegabilidad del río, e históricamente conspiró contra el crecimiento de grandes ciudades-puerto en sus orillas (gran diferencia con el Paraná, en ese sentido). Eso salvó al Uruguay –hasta el momento- de recibir grandes aportes cloacales, es decir carbono orgánico, nitratos y fosfatos.

Pero ahora llegó Botnia, que no necesita matar a nadie con dioxinas para pudrir el río. Con una inyección diaria de 60 kilos de fosfatos y 10 más de nitratos, alcanza para fertilizar las aguas y llenarlas de algas microscópicas.

Entre las algas, puede haber algunas verdaderamente primitivas (tanto que ni siquiera son algas propiamente dichas, como las cianobacterias), que forman una especie de légamo azul, y pueden ser bastante tóxicas. Puede haber dinoflagelados rojizos que excretan sustancias neurotóxicas, y que son los que causan mareas rojas a veces frente a Montevideo, con cierre de playas y todo. Pero puede no haber nada de eso, puede haber simplemente una gran floración de algas microscópicas verdes, en sí más inocentes que Lassie.

El problema es que millones de Lassies te dejan la vereda hecha una asco, pese a la simpatía que a uno pueda inspirarle la simpática perrita collie. Y trillones de algas verdes pueden hacer lo propio cuando se mueren aguas abajo: se vuelven el alimento de muchos billones más de bacterias aeróbicas, que las descomponen. Pero si el agua está lo suficientemente fertilizada y llena de algas verdes, en días de calor, las bacterias aeróbicas pueden llegar a ser tantas y tener su metabolismo tan acelerado que se consuman ellas solas todo el oxígeno del agua.

Entonces ésta se pondrá marrón o negra, olerá a podrido, y todos los peces se morirán, la avifauna costera desaparecerá, y todos los turistas se irán a buscar mejores playas. Dejar que eso suceda y que el río Uruguay siga el destino del Riachuelo parece bastante imbécil, como política, en un país en el cual la industria turística ya es la tercera fuente de recaudación de divisas, y es el caso de la Argentina. Se le podría decir al Uruguay que Botnia no tiene derecho a hiperfertilizar el río y llenarlo de algas. Que si produce tanta materia orgánica como efluente, la procese de otro modo y ésta se use como abono en tierras que necesiten todos esos nitratos y fosfatos y carbono orgánico. No faltan.

Es probable que con Botnia solamente no alcance para transformar al Uruguay en el Riachuelo. Habrá que ver qué pasa cuando se instale Enso Störa, una fábrica mucho mayor, en el Río Negro, aguas interiores del Uruguay que, lamentablemente, desembocan… ejem… en el río Uruguay.

Lo que sí resulta claro es que la movilización tremebunda de la gente de Gualeguaychú enterró, tal vez para siempre, la probable radicación de hasta ocho pasteras, una al lado de la otra, sobre el Uruguay, y del lado uruguayo.

Gracias al ruido que generó Gualeguaychú, la española ENCE decidió mudarse a orillas del Plata, cerca de Colonia, y seguramente terminarán pagando el pato los balnearios situados al este de su caño de descarga, con mayor cantidad de días de playa cerrada al público por mareas rojas, que en el verano de 2004 llegaron a ser 18, y todavía no había pasteras. Hablo de Montevideo, de Piriápólis, de Punta… Otras pasteras se instalarán directamente sobre la costa atlántica uruguaya, bien al norte de Punta. Como modelo de desarrollo, tantas pasteras seguramente le ocasionarán varios problemas a nuestro país vecino: son todas industrias en manos ajenas, de poquísima generación de puestos de trabajo calificados, y a futuro se darán de palos con la marca “Uruguay natural”.

Entre tanto, mirar el tremendo manchón verde frente a Botnia, tan delator como la sábana mojada de un chico incontinente, y decir “son sólo algas” y encogerse de hombros, es algo que no debería permitirse a un ministro de justicia. Al menos a uno argentino.

Si yo me llamara Fernández y tuviera ese cargo, consultaría la importancia real del asunto de las algas con algún biólogo amigo. No hace falta un premio Nóbel en impacto ambiental (que por otra parte no existen): un simple estudiante de biología o ingeniería sanitaria de segundo o tercer año alcanzan.