jueves, 19 de febrero de 2009




Quiero subrayar la ignorancia vertiginosa que trasuntan las declaraciones del ministro de Justicia argentino, Alberto Fernández, según el cual la mancha verdiblanca que surgió en el río Uruguay, justo frente a la planta de la pastera Botnia, “son sólo algas”. Justamente, el problema son las algas. Es facilísimo pudrir un río con algas. Y máxime uno como el Uruguay en su curso inferior. Lo único que se necesita es fertilizarlo un poco con nitratos, fosfatos y materia orgánica, que la pastera de marras inyecta al agua en dosis muy superiores a las de cualquier ciudad ribereña.

Las pasteras son fábricas de enorme complejidad, que pueden emitir una cantidad y diversidad apabullante de efluentes contaminantes, tanto gaseosos como líquidos, algunos verdaderamente temibles incluso en cantidades muy pequeñas. No es forzoso que las pasteras deban contaminar: pueden hacerlo mucho, poco, poquito o casi nada, de acuerdo a cuánta plata quieran patinarse los accionistas en mitigación de impacto sobre el medio ambiente.

En su movilización, la gente de Gualeguaychú ha puesto en la mira algunos ecotóxicos perfectos, los que resultan terribles incluso en cantidades muy pequeñas, como las dioxinas, cancerígenos de altísima persistencia en el medio ambiente. Pero por ahora –de creerle al doctor Enrique Martínez, del INTI, un tipo de credenciales impecables a cargo de una institución científicamente confiable- Botnia no está por matar a nadie con las dioxinas. O con los furanos. Con los malos olores, está enfermando a algunos.

Lo que el episodio de las algas verdes muestra, sin embargo, es que sí puede matar un buen tramo de río con una explosión de algas en el agua… si se la deja. Aparentemente Fernández no tiene nada contra las algas, lo que sin duda los finlandeses tomarán como un guiño para ocasionar nuevas manchas en el río sin mayor temor a la justicia argentina. Seguramente con eso ahorran bastante plata en tratamiento de efluentes.

El asunto es bastante sencillo: para transformar un árbol en pasta de papel, hay que sacarle toda la celulosa que se pueda y desechar el resto, una verdadera parva de materia orgánica cuyo componente más abundante es la lignina. Ese efluente es –si se le quitan algunos ecotóxicos- un abono orgánico ideal: tiene montones de carbono, y cantidades excelentes de nitratos y fosfatos. Si el Uruguay es –todavía- un río de aguas relativamente claras, “un cielo azul que se mueve”, en lugar de un río verde y lleno de algas, o marrón negro debido a las bacterias y con olor a cadaver, es porque naturalmente tiene una carga muy baja tanto de carbono orgánico como de nitratos y fosfatos.

No podría ser de otro modo: en su curso alto y medio, el Uruguay es, más que un río de llanura, el mayor río de montaña del mundo: entre Yapeyú y Salto Grande tiene más de 160 cataratas y “correderas” (es decir, rápidos), lo que quiere decir dos cosas: primero, que fluye sobre un lecho de roca estéril, que le aporta muy pocos minerales y materia orgánica, lo que es un cuello de botella enorme para el crecimiento de algas, sean unicelulares o más complejas. Segundo, que con tanta mezcla violenta con el aire, el agua está muy oxigenada. Por lo primero, el río no tiene mayor alimento para bacterias aeróbicas que descompongan las algas muertas. Por lo segundo, su alto contenido de oxígeno resulta un medio intolerable para las bacterias anaeróbicas.

Ahora Ud. acaba de entender por qué éste es un río tan lindo.

La enorme cantidad de saltos y correderas limitó también la navegabilidad del río, e históricamente conspiró contra el crecimiento de grandes ciudades-puerto en sus orillas (gran diferencia con el Paraná, en ese sentido). Eso salvó al Uruguay –hasta el momento- de recibir grandes aportes cloacales, es decir carbono orgánico, nitratos y fosfatos.

Pero ahora llegó Botnia, que no necesita matar a nadie con dioxinas para pudrir el río. Con una inyección diaria de 60 kilos de fosfatos y 10 más de nitratos, alcanza para fertilizar las aguas y llenarlas de algas microscópicas.

Entre las algas, puede haber algunas verdaderamente primitivas (tanto que ni siquiera son algas propiamente dichas, como las cianobacterias), que forman una especie de légamo azul, y pueden ser bastante tóxicas. Puede haber dinoflagelados rojizos que excretan sustancias neurotóxicas, y que son los que causan mareas rojas a veces frente a Montevideo, con cierre de playas y todo. Pero puede no haber nada de eso, puede haber simplemente una gran floración de algas microscópicas verdes, en sí más inocentes que Lassie.

El problema es que millones de Lassies te dejan la vereda hecha una asco, pese a la simpatía que a uno pueda inspirarle la simpática perrita collie. Y trillones de algas verdes pueden hacer lo propio cuando se mueren aguas abajo: se vuelven el alimento de muchos billones más de bacterias aeróbicas, que las descomponen. Pero si el agua está lo suficientemente fertilizada y llena de algas verdes, en días de calor, las bacterias aeróbicas pueden llegar a ser tantas y tener su metabolismo tan acelerado que se consuman ellas solas todo el oxígeno del agua.

Entonces ésta se pondrá marrón o negra, olerá a podrido, y todos los peces se morirán, la avifauna costera desaparecerá, y todos los turistas se irán a buscar mejores playas. Dejar que eso suceda y que el río Uruguay siga el destino del Riachuelo parece bastante imbécil, como política, en un país en el cual la industria turística ya es la tercera fuente de recaudación de divisas, y es el caso de la Argentina. Se le podría decir al Uruguay que Botnia no tiene derecho a hiperfertilizar el río y llenarlo de algas. Que si produce tanta materia orgánica como efluente, la procese de otro modo y ésta se use como abono en tierras que necesiten todos esos nitratos y fosfatos y carbono orgánico. No faltan.

Es probable que con Botnia solamente no alcance para transformar al Uruguay en el Riachuelo. Habrá que ver qué pasa cuando se instale Enso Störa, una fábrica mucho mayor, en el Río Negro, aguas interiores del Uruguay que, lamentablemente, desembocan… ejem… en el río Uruguay.

Lo que sí resulta claro es que la movilización tremebunda de la gente de Gualeguaychú enterró, tal vez para siempre, la probable radicación de hasta ocho pasteras, una al lado de la otra, sobre el Uruguay, y del lado uruguayo.

Gracias al ruido que generó Gualeguaychú, la española ENCE decidió mudarse a orillas del Plata, cerca de Colonia, y seguramente terminarán pagando el pato los balnearios situados al este de su caño de descarga, con mayor cantidad de días de playa cerrada al público por mareas rojas, que en el verano de 2004 llegaron a ser 18, y todavía no había pasteras. Hablo de Montevideo, de Piriápólis, de Punta… Otras pasteras se instalarán directamente sobre la costa atlántica uruguaya, bien al norte de Punta. Como modelo de desarrollo, tantas pasteras seguramente le ocasionarán varios problemas a nuestro país vecino: son todas industrias en manos ajenas, de poquísima generación de puestos de trabajo calificados, y a futuro se darán de palos con la marca “Uruguay natural”.

Entre tanto, mirar el tremendo manchón verde frente a Botnia, tan delator como la sábana mojada de un chico incontinente, y decir “son sólo algas” y encogerse de hombros, es algo que no debería permitirse a un ministro de justicia. Al menos a uno argentino.

Si yo me llamara Fernández y tuviera ese cargo, consultaría la importancia real del asunto de las algas con algún biólogo amigo. No hace falta un premio Nóbel en impacto ambiental (que por otra parte no existen): un simple estudiante de biología o ingeniería sanitaria de segundo o tercer año alcanzan.

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